Jorge Martín Ortega Armijos: el arquitecto invisible de la memoria cultural ecuatoriana

 

                                               Jorge Ortega trabajó en más de 500 exposciones

Por Hernán Rodríguez Girón

CUENCA, Ecuador (10/23).- A los 61 años, Jorge Martín Ortega Armijos, lojano de nacimiento, esposo de Beatriz y padre de tres hijos —Valeria Denisse, diseñadora; Felipe Martín, ingeniero en minas; y Paula Carolina, licenciada en estudios internacionales— se despide de una vida dedicada al patrimonio cultural del Ecuador. Tras 38 años de servicio, se acogió a la jubilación dejando una huella profunda en el Museo y Parque Arqueológico Pumapungo.

Su historia es también la historia del museo. Ingresó a los 24 años como estudiante en prácticas y con el tiempo se consolidó como museógrafo, participando en los proyectos más emblemáticos impulsados por el Banco Central del Ecuador y bajo la dirección de René Cardoso, primer director del Museo y Biblioteca del Banco Central Sucursal Cuenca. El inicio estuvo marcado por la vocación. “Gracias a las amistades, a las coincidencias, a esas cosas simpáticas de la vida”, recuerda Jorge. Mientras estudiaba museología, se enteró por compañeros lojanos que se necesitaban maquetas para el Museo de las Conceptas. Un estudiante de diseño se presentó, pero no pudo continuar por la carga académica. Jorge, con más disponibilidad, tomó el relevo. René Cardoso, su profesor, lo puso a prueba por tres meses. “Y ya. Esas fueron las circunstancias”, dice con sencillez.

Así comenzó su carrera, primero como estudiante, luego como parte del equipo institucional. Participó en la creación del Museo de las Conceptas, el Museo de Arte Moderno y el complejo de Ingapirca. “A Dios gracias, estuve en los proyectos más importantes de 1987”, afirma.

El proyecto Pumapungo: arqueología y visión

Los terrenos de Pumapungo fueron adquiridos por el Banco Central a finales de los años 70. En 1981 comenzó el proyecto arqueológico, revelando vestigios que confirmaban y superaban las investigaciones de Max Uhle. Jorge recuerda la emoción de los descubrimientos y la necesidad de dar respuestas a la sociedad, que observaba con curiosidad los movimientos de tierra desde las avenidas cercanas. René Cardoso organizó en 1986 la exposición “Tomebamba”, en la que Jorge colaboró, aunque estaba más enfocado en el Museo de las Conceptas. La muestra se presentó en las salas del ex Colegio Borja.

Durante años, el museo fue conocido como “Museo del Banco Central”, nombre que aún persiste en la memoria colectiva. Sin embargo, con la creación del Museo Antropológico y de Arte Contemporáneo (MAAC) en Guayaquil, surgió la necesidad de darle identidad propia al museo cuencano. Tras una década de reflexión interna y diálogo entre el equipo —incluyendo figuras como Juan Cordero y Andrés Abad— se adoptó el nombre “Museo Pumapungo”, en honor al sitio arqueológico que lo alberga.

Más de 500 exposiciones y un legado museografico

Jorge calcula haber participado en unas 15 exposiciones anuales, lo que suma aproximadamente 570 muestras a lo largo de su carrera. “Pequeñas, grandes, así como los grandes proyectos también”, comenta.

Pero hay una que lo marcó profundamente: “Tomebamba Imperial”, inaugurada en 2007. “Fue una exposición discutida, criticada, pero muy importante. Mostró lo que sí se podía hacer”, afirma. Esta muestra fue el cierre de un proceso museológico de una década, que incluyó la reserva arqueológica, el parque, el proyecto educativo y finalmente la sala arqueológica.

La exposición se presentó en penumbra, con maquetas giratorias que mostraban la vida cotidiana de las culturas precolombinas. Incorporó tecnología táctil, lenguaje braille y participación activa de la Sociedad de No Videntes. “Desde esta experiencia, se empezó a ver al visitante vulnerable como parte de la comunidad cultural”, señala.

Aunque recibió críticas, Jorge defiende el impacto transformador de la muestra. “Se rompieron muchos esquemas. Unos comprendieron, otros no. Pero son cosas interesantes que han pasado”.

Este reportaje no solo recoge la trayectoria de Jorge Martín Ortega, sino que también rinde homenaje a una vida dedicada a preservar, interpretar y compartir el patrimonio cultural del Ecuador. Su legado permanece en cada sala, maqueta y exposición que ayudó a construir.

Jorge Martín Ortega Armijos no solo fue testigo del crecimiento del Museo Pumapungo, sino protagonista de sus transformaciones más profundas. El museógrafo lojano comparte sus memorias sobre los compañeros que marcaron su trayectoria y el monumental proyecto de la Sala Nacional de Etnografía, una de las exposiciones más ambiciosas en la historia del museo.

“Lo curioso es que, al inicio, como éramos parte del Banco Central, la Unidad de Museografía estaba compuesta por apenas tres personas”, recuerda Jorge. Con el tiempo, y tras los procesos de desvinculación por compras de renuncias, se quedó solo, a cargo de la unidad. “He llevado esta área en solitario durante la mayor parte de mi vida institucional”, afirma.

Aunque diseñaba y planificaba los proyectos, nunca los ejecutó completamente solo. Siempre contó con el apoyo de colegas de museología, como José Maldonado y Eugenio Marca. También destaca la participación constante del personal del Parque Arqueológico, quienes fueron clave en la obra gruesa de las exposiciones. “Ningún proyecto se realizó sin ellos”, recalca.

Además, menciona el valioso aporte de los equipos de Conservación y Restauración, así como de los trabajadores contratados. “La museografía es un trabajo colectivo, donde cada mano cuenta”, dice con gratitud.

Para Jorge, el alcance de un proyecto museográfico depende de la visión que se tenga. “Puede ser tan simple como colgar obras bidimensionales en una sala, o tan complejo como crear una escenificación completa que transmita un discurso cultural profundo”, explica.

La museografía, según él, transforma ideas en espacios. “Todo responde a una necesidad espacial. Hay que traducir el pensamiento en una experiencia física que respete la circulación del visitante, la seguridad de los objetos y las condiciones ambientales como la iluminación, el microclima y la accesibilidad”, detalla.

La Sala Nacional de Etnografía: un proyecto sin precedentes

A inicios de los años 90, el Banco Central del Ecuador decidió especializar sus museos regionales: Guayaquil se enfocaría en arte contemporáneo, Quito en arte quiteño y arqueología del norte, y Cuenca en etnografía nacional. Esta decisión marcó un antes y un después para el Museo Pumapungo.

Hasta entonces, el museo había coleccionado objetos etnográficos sin una directriz clara. Con el nuevo enfoque, se recibió personal y colecciones desde Quito y Guayaquil. “Preparamos los salones del Colegio Borja, ya con el nuevo edificio construido y comenzamos el plan museográfico a toda velocidad”, recuerda Jorge.

El caos inicial, con objetos llegados de dos ciudades, dio paso a una organización meticulosa. Un especialista en etnografía de Quito definió el discurso curatorial, pero muchos objetos faltaban. Entonces, el equipo salió a recorrer el país en busca de piezas representativas. “Fue una experiencia enriquecedora. Muchos de los objetos que hoy se exhiben fueron adquiridos en ese proceso”, comenta.

La sala se inauguró con el nuevo edificio, pero cinco años después se rediseñó por completo. Francisco Álvarez asumió la conceptualización y Jorge la museografía. “Fueron seis meses de trabajo intenso, sin horarios, con gente que vino del oriente y la costa. Nos unimos como una hermandad”, dice con emoción. Uno de los elementos más innovadores fue la incorporación de materiales arquitectónicos regionales: empalizadas en la costa, tapiales en la sierra. “La arquitectura local se convirtió en parte del discurso museográfico”, explica. También se convocó a artistas para interpretar la etnicidad desde una mirada contemporánea. René Pulla, por ejemplo, participó en la elaboración de maniquíes que aún se conservan, como recurso educativo para representar las etnias del país.

La inauguración de la Sala Nacional de Etnografía fue un verdadero acontecimiento. “La sociedad nunca había visto una exposición de este tipo. Fue un ‘boom’ cultural”, afirma Jorge. La respuesta del público fue abrumadora, y el proyecto marcó un hito en la museografía ecuatoriana.

Este reportaje revela no solo la dimensión técnica de la museografía, sino también el compromiso humano detrás de cada vitrina, cada objeto y cada sala. Jorge Ortega no solo construyó exposiciones: tejió puentes entre culturas, territorios y generaciones.

Una de las preguntas que más se repite entre los visitantes de la Sala Nacional de Etnografía es por qué no están representados Galápagos ni los mestizos. Jorge lo explica con claridad: “En la primera propuesta sí estaba Galápagos, porque la división era por provincias. Pero eso generó muchos conflictos. Las etnias no habitan una sola provincia, sino varias. Mostrar la etnicidad por provincia se volvió una complicación didáctica”.

La segunda propuesta decidió enfocarse directamente en las etnias, dejando fuera la división territorial. Por eso Galápagos no está presente. En cuanto al mestizo, Jorge señala que en ese momento no se lo consideraba parte del discurso. “Era responsabilidad de quienes manejaban los conceptos antropológicos ir incorporando los discursos contemporáneos. No era parte de la narrativa en ese entonces”.

Jorge estudió museología en la Universidad del Azuay (UDA), en una carrera que nació por iniciativa de René Cardoso, quien regresaba de México con una visión renovadora. “René se dio cuenta de que no había profesionales para trabajar en museos, justo cuando el Banco Central impulsaba grandes proyectos. Así fundó la Escuela de Museología”, recuerda.

Solo hubo dos promociones, pero marcaron un antes y un después. “Los museos eran espacios cerrados, elitistas. Esta carrera los puso al servicio de la comunidad”, afirma. Jorge se enteró por un amigo, se interesó por el enfoque artístico y arquitectónico, y se inscribió en el siguiente ciclo. Fue becado por la universidad.

Entre sus profesores estuvieron figuras como Mario Jaramillo, Claudio Malo, Juan Cordero, Joaquín Moscoso, René López y Diego Jaramillo. “Cada uno estaba vinculado a museos como el CIDAP, el Banco Central, el Museo de Arte Moderno. Fue una formación integral: estudio y práctica”, destaca. Como estudiante, participó en el desarrollo del Museo de las Conceptas y vivió de cerca la transformación de Pumapungo.

“Salí de mi ciudad natal con todas las ganas de comerme el mundo”, confiesa Jorge. Aunque ama profundamente a Loja, reconoce que era una ciudad pequeña, con pocas oportunidades laborales. Llegó a Cuenca para estudiar arquitectura, pero pronto se vinculó con la museología. “Con el trabajo en Pumapungo me quedé en Cuenca. Aquí encontré mi lugar”, dice con convicción.

En casa, Jorge es muy distinto al profesional serio que sus colegas conocen. “El Museo es mi segunda casa. Allí soy rígido, serio. Pero en casa soy todo lo contrario. Me meten al bolsillo fácilmente”, comenta con humor. La llegada de su última hija transformó su vida. “Perdí la voz de mando. Me metió en el bolsillo y ya no hubo nada que hacer”, dice entre risas.

Pumapungo: de museo a centro cultural

Para Jorge, el Museo Pumapungo ha evolucionado hacia algo mucho más grande. “Ya no somos solo un museo. Desde que se abrió el Parque, se transformó en un gran centro cultural. Pero aún no lo comprendemos del todo”, advierte. Aunque reconoce el potencial gigantesco del espacio, lamenta que todavía se discuta desde una visión limitada. “Cada cosa llegará en su momento… o quizás no”, reflexiona.

La preocupación de Jorge por el futuro de Pumapungo es evidente. “No se vislumbran objetivos claros. Estamos patinando en el mismo lodo de años anteriores”, afirma con franqueza. La falta de recursos, incluso para cambiar una bombilla, impide desarrollar proyectos expositivos de envergadura.

“Nos consume el día a día. Hacemos de todo, muchísimo, pero al final no hacemos nada”, lamenta. La escasez de personal obliga a cada trabajador a asumir múltiples roles, lo que fortalece el grupo humano, pero debilita los objetivos institucionales. “No hacemos lo que realmente deberíamos hacer. Es una pena”, dice con tristeza.

Jorge denuncia que aún no se comprende qué es un museo ni para qué sirve. “Cuando se proponen cambios, los mismos compañeros te critican. He vivido eso. Hemos retrocedido más que avanzado”, afirma con firmeza. A pesar de todo, Jorge se siente orgulloso de haber sido parte de cada transformación del Museo. “Ha caminado, sí. Pero no por los andariveles que debía”, concluye.

Este testimonio no solo retrata la trayectoria de un profesional apasionado, sino también la radiografía de una institución que, según él, aún busca su identidad. Jorge Ortega no se limita a mirar el pasado con nostalgia; lo analiza con lucidez y lo proyecta con esperanza crítica.

 

 

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